Esto que vemos forma parte de lo reconocible.
Es un pato.
Un pato tronando y atravesando con sus aleteos regulares
un lago silencioso y plano: sin rastros de movimiento
subacuático, sin arrugas.
Podría haber sido otra cosa. Pero
es lo que es, porque tiene que ser.
Cuando el pato se aleja y sus graznidos
resuenan en un eco lejano hasta desaparecer
de la superficie auditiva volvemos
y tratamos de entender lo que pasa alrededor
y dentro del cuarto reducido que nos protege de la lluvia.
Entonces la neuralgia mental
se centra en la luz, para no actuar sobre lo que le atormenta.
La descomposición de la luz
en segmentos
graduales, repetitivos y planos.
La luz que busca el centro de las cosas
y así las sombras fulgurantes, móviles
nacen de la llama de esa vela cuando su iridiscencia choca
con los cuerpos que la rodean y así reproduce
la mancha negra y dinámica sobre los muros.
Un relámpago nos contrae las pupilas y vuelve todo
de día el tiempo que dura la extensión de sus ramificaciones:
la mente vuelve a pestañar.
Ahora miramos la bicicleta plateada
en el bancón apoyada contra una silla de madera
y el jazmín añejo, que ya nunca va a morir,
si va a perder las hojas, si va a empestarse,
si va a florecer dos veces en la misma estación,
pero no va a morir.
Y las gotas acumuladas sobre el cromo
que cuando alcanzan el peso suficiente se deslizan
y bordean la superficie redondeada del caño
hasta caer y desaparecer dentro del mínimo charco
que se forma en el desnivel de las uniones
de los cerámicos.