Literatura de subsistencia: Escopetas en la infancia

Escopetas en la infancia

Una escopeta en la infancia
como un trofeo
en la repisa,
de un niño pisando el balón:
congelado
con la vista al frente
buscando la asistencia.

Ese niño dorado
es uno
detenido en el acto del juego.

Esa escopeta
de dos caños
es uno
en todos sus crecimientos.



La temporada de vizcachas
es todo el año
todo el tiempo
toda la pampa.

Cuando hice mi primer
disparo
los árboles se despoblaron,
quedó un zumbido
tras la marcha
del corazón
bombeando sangre a todo los lugaeres
del cuerpo
el olor de la pólvora
que dura poco
y se va al este con las nubes.

En mi primer disparo
me quedaron las manos
calientes
un dulce ardor en el hombro
y una erección fornida
y natural: sin ideas.

Hay diciembres que son calientes
desde sus principios mismos
de diciembre.

El fin de la pampa
es una arboleda magnífica
en línea.
Desde ahí nacen las nubes
que terminan muertas
en un baso de agua.

Las plagas.

Ahí es donde aguarda el dios
para nunca ser encontrado.


No voy a hablar
de un tipo
un tipo
que se sienta en la mesa
con blanco mantel de hule
a cuadros
y en la fisiología de su comer
descubre con los caninos
esa munición
alojada entre la carne.

A eso ya lo hicieron muchos.

Mejor,
seguir atento
la munición
con la mirada
justo detrás
por su manso trayecto.

El aire
que en su roce helado,
disminuye la temperatura
del plomo
que logra
así
mayor consistencia
en el impacto.

Ese primer contacto
con el pelaje
que convierte a las hebras
en humo.

Ese túnel diminuto
que cava el cuerpo vivo
y atraviesa tendones
y músculos
como mosaicos y raíces.

Tampoco voy a hablar
del divagar pensante
de esa vizcacha, mientras
pastaba nocturna
hasta que sintió
el ardor que la roía.

Saber
que su pensamiento
en la caída
es un silbido intacto
que aumenta
a medida
que la vista oscurece.


Caminar por la noche
sintiendo ramas podridas
deshacerse en
las pisadas de hombre
con zapatos de combate.

Un hombre con un arma
es un guerrero.

Frágiles monumentos
de un furor homicida.

En realidad,
y ahora lo recuerdo mejor,

mi primer disparo
fue cuando a los cinco años
nos quedamos solos
en la casa del ciruelo
y de un momento a otro
miguelito ya estaba
en el piso.

Frágiles monumentos
de un furor homicida.
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